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31. Rastreando un escote

lunes, 25 de febrero de 2008

Y ahora que lo pienso, les conté muchísimos detalles que violan el secreto de sumario que le prometí al comisario mantener recelosamente. Pero yo soy un superhéroe, y no un espía secreto. La confidencialidad será en tal caso el fuerte de Rachel, y ella sabrá mantener la fórmula bien alejada del Sr. Postura mucho mejor que yo.
Pero de todas formas no crean que no sé tomar mis recaudos; porque justo cuando estaba por entregarle la revista, bajé mi vista hacia el escote de Rachel y descubrí que llevaba puesto un rastreador. Parecía tan inofensivo, camuflado como un simple alfiler de gancho, pero yo sé detectar un rastreador apenas lo veo; de la misma forma que sé detectar un buen escote.
No lo dudé, y a pesar de que la escena fuese presenciada por todos los clientes del bar, le arrebaté el alfiler de un manotazo; dejando a la pobre Rachel con las mejillas del mismo color que su blusa, y altamente expuesta a pescarse una neumonía. No habré dado la mejor de las impresiones, pero al menos logré librarla por esta vez del asedio del Sr. Postura.
Sin embargo presiento que nos volveremos a cruzar más adelante.

30. Los planes del malvado Sr. Postura

lunes, 18 de febrero de 2008

Yo traía conmigo un mensaje encriptado que debía entregar a Rachel, escondido dentro de una revista con Cortázar en la portada. Lamentablemente no puedo darles mayores detalles de la misión; sólo que se trataba de una fórmula química ultrasecreta, que de caer en las manos equivocadas, destruiría por completo a la industria mundial de las zapatillas de lona. Un descubrimiento altamente peligroso, capaz de ensuciar calzados por completo, descoserlos hasta que la suela baile alocada, y dejar las medias totalmente a la intemperie. Un calzado que ya no habría forma alguna de quitárselo, sin importar cuántas burlas ajenas tuviese que soportar el damnificado.
Existía un archivillano que deseaba hacerse de dicha fórmula, para así poder controlar las zapatillas de millares de inocentes. Se hacía llamar Sr. Postura. Y a pesar de la constante amenaza que el acecho de este inescrupuloso malvado implicaba para el portador de la fórmula, Rachel estaba más que dispuesta a llevarse mi revista. No divisaba un solo atisbo de temor en ella, ni se dejaba amedrentar por la situación, manteniendo una calma digna de una inglesa (aunque les repito que era de raíces uruguayas.)

29. Tomando el té con Rachel

lunes, 11 de febrero de 2008

Cuando llegué la encontré vestida de rojo, con el pelo recogido y una cartera de dimensiones considerables apoyada sobre su regazo. Estaba tomando té con una sutileza francamente envidiable, y no dejaba de sonreír ni siquiera cuando sorbía el líquido que humeaba en la taza. Me acerqué arqueando sólo una ceja, típico gesto de cuando estoy por realizar un importante esfuerzo intelectual:

- Excuse me, Miss. Are you…?
- Indeed – y su sonrisa se ensanchó tanto, que tuve una sensación de dolor en los pómulos -.
- Great!
- Pero no se preocupe que sé hablar perfectamente español. Manejo una infinidad de idiomas, excepto el alemán que reconozco que me está costando bastante.

Si tan sólo el comisario hubiese mencionado este simple detalle idiomático, me habría eximido de pasar semejante papelón. ¿Ustedes no tienen esa impresión de que frente a personas que son de otros países la vergüenza cobra mucha más intensidad?
Colgué mi capa en el respaldo, y me dispuse a entablar algo de conversación superficial antes de abocarme por completo a la misión que teníamos en común. Entonces pude aprender que su nombre era Rachel Thelaugh; que en realidad se trataba sólo de un apodo para no ser descubierta, pero que sus raíces eran uruguayas. Gustaba de la percusión, y además era una de las mejores espías en el mercado, especializada en infiltrarse dentro de fiestas ajenas, y secuestrar panes de salvado.

28. I don’t speak English

lunes, 4 de febrero de 2008

La pésima pronunciación del comisario, combinada con mi pobre inglés (a fuerza de mirar centenares de películas hollywoodenses), tornaban imposible entender el nombre del que sería mi contacto en esta nueva misión. La interferencia que suele hacer el teléfono rosita sólo empeoraba las cosas.
Francamente parecíamos dos jubilados gritándonos en la plaza, uno hablando de su artritis y el otro contando que se murió la Pocha, pero ambos actuando como si estuviésemos conversando del mismo tema y entendiéndonos a la perfección. Porque digamos que los audífonos que entregan en el PAMI podrán funcionar incluso peor que un oído de ochenta años; pero si existe algo que nunca se oxida en las personas, es el orgullo. Así que probablemente seguiríamos gritando (incluso estando sentados en el mismo banco, uno al lado del otro) durante horas y horas; pero jamás pondríamos un mínimo gesto de frustración. Total, cuando estás jubilado el tiempo te sobra.
Y todas estas elucubraciones jubilatorias (que no tienen nada que ver con los que les quiero contar), me surgen porque cuando no entiendo nada de lo que me dicen por teléfono, mi cabeza vuela más alto y más rápido que mi propia capa.La cuestión es que sólo pude sacar en limpio que mi contacto sería una mujer extranjera, de nombre simpático e impronunciable. La cita era en el bar de un centro comercial, que por suerte me quedaba cerca de la oficina.

27. Súper Crispín contra el sátiro de la silla

lunes, 28 de enero de 2008

Me enteré entonces de que en el patio de comidas de un famoso shopping de la capital (aún no conseguí auspiciantes para mis aventuras), un grupo de tres bellas damiselas corría serio peligro: las acechaba el sátiro de la silla, un archifamoso rufián que siempre ataca a mujeres que estén reunidas en número impar, y dispuestas a almorzar juntas.

El modus operandi del sátiro en cuestión consiste en acercarse sigilosamente y, sin pronunciar palabra, apropiarse de la silla número par que no está siendo ocupada por ninguna de las víctimas; poniendo así en grave peligro la integridad de los bolsos, carteras con animal print y saquitos de hilo que pudiesen estar reposando en el respaldo de la silla arrebatada. Todo este reprochable accionar acompañado de un gesto de triunfador con las mujeres, que poco combina con las facciones de infradotado y la chomba roja del sátiro; agravado además por el hecho de que es aplaudido y alentado por su grupo de secuaces, que suelen observarlo desde una mesa contigua ante la eventualidad de que tengan que salir a socorrerlo.
Cuando supe que nuevamente se trataba de él no quise escuchar un segundo más de la conversación telefónica, y le corté al comisario sin decirle adiós. Ustedes sabrán que las mujeres son mi gran debilidad; así que salí volando (literalmente) hasta el lugar donde se encontraban las indefensas señoritas. El problema es que mi otra gran debilidad son las empanadas, y cuando llegué al patio de comidas me tenté demasiado; tanto como para arriesgarme a perder tiempo haciendo la cola para poder comprarme tres empanadas de carne.
Para cuando finalmente tuve mi antojo servido en bandeja ya era demasiado tarde: encontré a las señoritas desconsoladas, comiendo sanguchitos en una mesa mientras insultaban intensamente para ir descargando algo de bronca y angustia. El sátiro ya había atacado, y logró escaparse sin inconvenientes. Y como si fuera poco, ahora la mesa tenía una silla menos y no me quedo otra más que comer las tres empanadas de parado.

26. No me puedo ni bañar tranquilo

lunes, 21 de enero de 2008

Resulta que me estaba acomodando la cofia para meterme en la bañera, cuando justo escuché que estaba sonando el teléfono rosita. Me enrollé rápido con el toallón y salí corriendo a atender; aunque en realidad no entiendo para qué me tapé, si mis papás se habían ido a una cena. Debo reconocer que sufro de un exceso de pudor (y pueden creerme que es así, en especial viniendo de una persona que vive ocultándose detrás de una máscara.)
Me senté en mi cama y atendí con el tubo aprisionado entre el hombro y la oreja derecha, así podía aprovechar que me quedaban las manos libres para ir subiéndome las medias. Si bien no me gusta ponerme ropa limpia sin haberme bañado antes, una vez más el deber me estaba llamando con urgencia (aunque en realidad el que me estaba llamando era el comisario.) Me enteré entonces de que en el patio de comidas de un famoso shopping de la capital (que no puedo nombrar porque aún no conseguí auspiciantes para mis aventuras), un grupo de tres bellas damiselas corría serio peligro: las acechaba el sátiro de la silla, un archifamoso rufián que siempre ataca a mujeres que estén reunidas en número impar, y dispuestas a almorzar juntas.

25. Límite máximo de tolerancia

lunes, 14 de enero de 2008

Pero yo ni siquiera cuento con el súper secador de peluquería con el que me aplasta provisoriamente todos los mechones de pelo, que seguramente van a saltar descontrolados apenas salga del local y camine dos cuadras.

Porque hasta los seis centímetros como máximo, el pelo sigue conservando el peso suficiente como para no intentar rebelarse a la gravedad. Pero menos de seis de largo ya le otorga una ligereza juguetona al cabello, dócil ante la más mínima brisa; incluso hasta la quietud misma. Además no perdamos de vista que menos de seis no califica como "cortame las puntas y emparejame un poco nada más". "¿Y no querés que te lo corte en capas y le haga todo un desmechadito?" "¿Y vos no querés que te asfixie con mi capa y deje tu cadáver todo desmechado en un zanjón, pelotudo?" Pero cómo le voy a contestar una cosa así a Oscar que es un divino, y siempre me atiende de diez. Después de todo él no tiene la culpa de no comprenderme, porque no nació con un remolino a cada lado y no sabe lo que es convivir para siempre con ellos. Para siempre, o hasta que me quede pelado; circunstancia que a juzgar por la calva de Súper Papá de Crispín, resulta altamente probable que me suceda.
Ahora digo yo, si hoy en día se inventan cada pelotudeces, cómo es posible que a nadie se le haya ocurrido todavía inventar una tijera especialmente diseñada para cortar remolinos. ¿Es acaso algo tan imposible de crear? ¿Aparte cómo hago para que el sombrero no se me vuele mientras ando por las nubes?

24. Arremolinado

miércoles, 9 de enero de 2008

Ya que tengo capa y antifaz, no veo por qué no podría tener también un sombrero. Eso solucionaría infinidad de problemas, que a su vez pueden sintetizarse en sólo dos: remolino izquierdo y remolino derecho; ambos en la zona trasera de la nuca y claramente visibles. Porque incluso el gel ultrafijador probablemente no fue diseñado teniendo en mente que algunas personas puedan llegar a volar al aire libre con regularidad. Si ya cualquier cabello se descontrola totalmente al caminar por la plaza en una tarde ventosa de otoño, imagínense si continuamente tuviesen que volar a varios metros de altura, atravesando la atmósfera a una velocidad considerable. ¿Ustedes creen que volverían a tierra con cada pelo en su lugar? ¿De qué sirve presenciar tres horas de la ya clásica pelea yema del dedo índice versus remolino rebelde?
¿Y el típico tijeretazo de más? Porque el remolino tiene su límite de tolerancia, un límite muchas veces desconocido por el peluquero, y que jamás debe ser violado o las consecuencias serán desastrosas. Desastrosas para el pobre cliente, claro está, que indefenso se entrega a las manos del profesional. Consecuencias que luego no pueden ser reparadas con el clásico comentario indulgente posterior de "bueno, esto lo peinás con gel". Es que mi peluquero no tiene pinta de haber volado más que en avión; y capaz que el gel ultrafijador a él sí le sirve, y por eso puede hacerse el temerario con la tijera e ir asesinando remolinos a diestra y siniestra. Pero yo ni siquiera cuento con el súper secador de peluquería con el que me aplasta provisoriamente todos los mechones de pelo, que seguramente van a saltar descontrolados apenas salga del local y camine dos cuadras.

23. Súper chicato

martes, 1 de enero de 2008

Será que el antifaz te achina los ojos a la fuerza, pero cada vez me cuesta discernir más si el que está doblando por la esquina es el ciento uno cartel rojo, un micro escolar, el batimóvil, o un ovni que viene a secuestrarme. O tal vez será la maldita computadora que me esclaviza (mínimo) nueve horas por día, la que me va dejando ciego sin que me de cuenta. Incluso me pregunto si el protector de pantalla no se denominará así justamente porque a la que protege es a la pantalla en lugar de al usuario. Sospecho que debe estar salvaguardando al monitor de mi habitual mirada de odio, en lugar de evitar que se me siga jodiendo la vista. Al fin y al cabo que yo siempre me sentaba atrás de todo en el aula para no tener que prestar atención, y jamás tuve que entrecerrar los ojos para poder copiar las ecuaciones que la profe de matemáticas escribía con letra de hormiga. En cambio ahora no tengo muchos años más a cuestas, y sin embargo el colectivo acaba de seguir derecho por Caseros cuando tendría que haber doblado en la esquina anterior. Y si bien podría consolarme ante la certeza de que al menos me subí a un ciento uno, no veo de qué me sirve cuando el del cartel blanco no me deja.

22. Súper almuerzo

martes, 25 de diciembre de 2007

Pero déjenme decirles que existen también otras armas, que a simple vista parecen objetos inofensivos, comunes y cotidianos que no merecen la mínima atención. Y tal vez eso es lo que las vuelve tan poderosas.

Hoy, por ejemplo, el día estaba bastante inestable en la capital (y diría que mi estado de ánimo también.) Por suerte el Ingeniero no vino a la oficina, así que pude tomarme mi hora de almuerzo sin sobresaltos. Y tuve incluso la mayor suerte de poder juntarme a almorzar con una gran amiga (una hermana casi); de nombre exótico, y sentido del humor todavía más exótico.
Comimos entre risas, charlas, y gente jugando carreras de bandejas. Pero lo que quiero destacar de esta anécdota no es lo bien que lo paso con mis amigos, ni lo sociable que soy. Lo verdaderamente importante en todo esto, es que al salir se había largado a llover con intensidad, y mi amiga se había dejado su paraguas en la oficina. Entonces se quedó parada, observando el mundo detrás de la puerta automática con cara de pollo mojado (y eso que todavía estaba seca.) Tenía el mismo aspecto de las muchas damiselas indefensas y en apuros que tengo que socorrer continuamente. Y a pesar de la falta de antifaz, capa y pistolita, recurrí a un arma simple pero poderosísima: saqué mi paraguas y la cubrí con él, para acompañarla hasta la puerta de su trabajo.
Y una vez más, Súper Crispín cumplió exitosamente con su misión.

21. La belleza de lo cotidiano

lunes, 17 de diciembre de 2007

Y esto no quiere decir que esté subestimando a mi profesión, o que me quite mérito; un arma tampoco serviría de mucho sin la habilidad y el coraje (y en definitiva el "charme") de quien la utiliza.

Sin embargo, creo que existe el prejuicio generalizado de que un superhéroe debería realizar grandilocuentes despliegues de artefactos de diseño italiano y última tecnología; de que se tiene que limitar a apretar botones como si estuviera haciendo zapping desde el sillón de su casa; de que a lo sumo podría condimentar la escena con frases marketineras, y usar un traje bien sexy que le resalte los pectorales (trabajados en un gimnasio y no en la lucha diaria contra los malhechores, claro está.) Porque para el común de la gente, el superheroísmo se convirtió en un mero espectáculo y dejó de ser visto como lo que realmente es: una profunda vocación de servicio a la sociedad.
Y si no están de acuerdo conmigo, incluso a riesgo de sonar reiterativo y ensañado, les propongo que miren alguna de las últimas aventuras de Batman. Pero déjenme decirles que existen también otras armas, que a simple vista parecen objetos inofensivos, comunes y cotidianos que no merecen la mínima atención. Y tal vez eso es lo que las vuelve tan poderosas.

20. Simbiosis héroe-arma

lunes, 10 de diciembre de 2007

Qué sería de un superhéroe sin sus armas; porque no todos tenemos la suerte de que nos practiquen experimentos extraños que luego salen mal, o de que nos bañemos en derrames tóxicos de una fábrica, o de que nuestros padres sean extraterrestres o seres sobrenaturales, etcétera. No todos disparamos sustancias extrañas de nuestras manos, ni tenemos una fuerza sobrehumana, ni levantamos objetos con la mente. Algunos (la mayoría quizá) somos simples personas que tenemos que conformarnos con aferrarnos a un objeto, a un arma, para tener súper poderes. Porque aunque siga con el problema de que mi pistolita aturdidora todavía dispara burbujas de vez en cuando, no podría salir a combatir sin ella. ¿Y sin mi capa? ¿Cuánto tendría que cobrar por mes para poder pagarme todos los remises que me lleven hasta la escena del delito?
Estoy convencido de que debo ser uno de los pocos entre mis colegas, que tiene la humildad suficiente como para reconocer que sin la tecnología no somos nada (o casi nada.) Y esto no quiere decir que esté subestimando a mi profesión, o que me quite mérito; un arma tampoco serviría de mucho sin la habilidad y el coraje (y en definitiva el "charme") de quien la utiliza.

19. Súper acalorado

lunes, 3 de diciembre de 2007

¿Cómo voy a hacer ahora con los días de calor que se vienen? Porque les puedo asegurar que con este traje te transpirás todo, hasta en lugares del cuerpo que ni sabías que existían. Mientras estoy en el aire dentro de todo la piloteo, porque hace más frío y te da todo el viento en la cara; pero en cuanto dejo de estar en movimiento y apoyo los pies en la tierra, me mojo de transpiración al instante. La capa en particular es muy pesada y calurosa, pero no me la puedo sacar porque nunca sé bien cuándo la voy a necesitar. Ahora digo yo: ¿tan difícil será diseñar un traje que sirva para combatir al mal en verano? Porque si los maratonistas, por dar un ejemplo, tienen ropa especialmente preparada para soportar el calor, no veo por qué los superhéroes no podemos disfrutar de los mismos beneficios; cuando claramente cumplimos una misión mucho más altruista que pasársela dando vueltitas a una pista. ¡Ah! Cierto que seguimos en categoría amateur, que somos unos parias. Y seguramente que en su tiempo libre, Bruno Díaz debe ser un fucking maratonista.

18. Súper atascado

lunes, 26 de noviembre de 2007

Estuve media hora arriba del colectivo, para avanzar apenas media cuadra. Me recriminaba el no poder salir volando adelante de todos los pasajeros, al mismo tiempo que miraba desesperado por la ventanilla y su paisaje inmóvil. Dos paradas antes, me había llamado la atención la mochila de submarino amarillo que cargaba un pibe algo bohemio, que pasaba caminando por la vereda de enfrente. Cuadra tras cuadra lo había visto con el mismo paso despreocupado, adelantándose a nosotros hasta que el colectivo se decidía a arrancar y lo dejaba atrás, para luego volver a frenarse y ver cómo el chico nos alcanzaba una vez más. Al final nos terminó llevando la delantera de forma definitiva, y desde mi ventanilla ya no se pudo distinguir el submarino de la mochila. Pero él iba disfrutando de su viaje a pie, y se había ahorrado la plata del boleto, y no tenía que oler la transpiración de otro pasajero, ni escuchar las conversaciones estúpidas de las dos viejas que viajaban adelante, ni sentir la ansiedad de estar inmóvil en el asiento sin poder avanzar un centímetro. Incluso ese pibe, así bohemio como era, posiblemente sin tener que cumplir con los horarios de una oficina, desafiando preocupaciones; ese pibe, podría haber llegado antes de las nueve a mi oficina si se le hubiese cantado la reverenda gana. Y yo, que necesito cobrar el presentismo si no quiero pasarme la última semana del mes tomando agua de la canilla; yo, estando ahí arriba con el boleto hecho un bollito, no pude llegar hasta las nueve y cuarto.

17. Un nuevo enemigo ataca

lunes, 19 de noviembre de 2007

A juzgar por lo que vi hoy en el espejo, ahora no sólo puedo volar sino que también puedo flotar. Me saqué la remera y aparecieron dos curvas a cada lado de mi cintura, como las asas de una tetera antigua. Hundí un dedo de costado, y pensé que ya no lo recuperaba más. Yo no puedo creer que esté con sobrepeso; porque si bien el trabajo de oficina es muy sedentario, luego me paso toda la noche gastando grandes cantidades de energía en combatir a los criminales. Muchas veces incluso llevo a cabo proezas físicas muy exigidas que deberían estar quemando calorías a borbotones, y en variadas ocasiones no tengo tiempo ni para comer. Sin embargo no sólo no estoy desnutrido, sino que dentro de poco mi cara ya no va a caber en la foto de mi DNI.
Francamente no logro entender cómo esos flotadores llegaron hasta ahí, pero parece que llegaron para quedarse.

16. Súper engamado

martes, 13 de noviembre de 2007

Una clienta estuvo cuarenta y cinco minutos seguidos (los controlé por reloj), discutiéndome que la cartulina que yo le estaba mostrando no era fucsia, sino rosa violáceo. Francamente no me importaba que fuera púrpura azulado, o un bordó con tintes de rojo anaranjado; yo sólo quería que se fuera con la bendita cartulina hecha un rollo. Incluso estaba por ofrecerle que se llevara el aparador entero sin pagar, para enviarlo a que le hagan pruebas en un laboratorio, y luego decidir si se quedaba con alguna de las cartulinas. Pero entonces dijo que no, que mejor no, que iba a quedar mejor en papel afiche. “¿Papel afiche? No nos quedó, señora.” Y obviamente hizo bien en no creerme.
Definitivamente este es el último fin de semana en que lo ayudo al tío con el local. A veces me pregunto si los clientes no me estarán estresando más que los villanos. Y también me pregunto si mi teléfono será rosita nomás, o si en realidad es color salmón.

15. Súper arreglo

martes, 23 de octubre de 2007

Este domingo se canceló una salida que tenía planeada, así que aproveché para intentar arreglar mi pistola paralizante. Obviamente ya no quedaba ningún rastro del suavizante de la tintorería, pero de todas formas seguía disparando burbujitas.
Saqué los destornilladores para desarmarla, y nuevamente me faltaba el tamaño que coincidiera exacto con los tornillos. Maldita la hora en que le compré el kit a ese vendedor ambulante, arriba del colectivo. Yo no sé en qué país los habrán fabricado (ni siquiera cuenta con la famosa leyenda de “made in...”) pero, de los siete que son en total, nunca encuentro un sólo destornillador que encaje justo con algún tornillo. De todas formas ya estoy acostumbrado, y con un poco de presión e ingenio pude desarmar la pistola completamente.
Luego limpié pieza por pieza con un trapo humedecido en algodón, y las dejé secando al aire libre. Debo reconocer que rearmarla me llevó el doble de tiempo y de esfuerzo; y todavía resultó peor que, una vez que volvía a tener la pistola en mis manos, descubrí que me estaban sobrando tres tuercas y una arandela, que habían quedado apoyadas sobre la mesa. Desconozco si Don Murphy lo habrá incluido en su legislación, pero yo tengo la convicción de que siempre que uno desarma algo y lo vuelve a armar, le sobran piezas. Lo he demostrado empíricamente en más de una ocasión.
De momento parecieran ser unas tuercas innecesarias, porque la pistola sigue sin desarmarse y recobró toda su capacidad paralizante. Eso sí: de vez en cuando se le escapan dos o tres burbujas.

14. Súper Empleaducho

miércoles, 17 de octubre de 2007

Jamás abrí la boca en relación a mi identidad secreta adelante de un compañero de trabajo; y sin embargo mi jefe está profundamente convencido de que debo ser un superhéroe de esos que pueden hacer ochocientas cosas al mismo tiempo, rápido y sin cometer errores. Empezaron pasándome un par de pedidos para el archivo, después le agregaron tres proveedores a mi zona (de los cuales dos son exquisitamente problemáticos), y ahora también me enchufaron el control de las facturas.
Todavía recuerdo cuando la vi venir a Laura cargando la pila de papeles; prácticamente le había quedado la cara escondida. “Cris, como estoy tapadísima de laburo, el Ingeniero me pidió que te pase estas facturas a vos.” Como no está muy bien visto pegarle a un compañero de trabajo (menos a una mujer), le intenté transmitir mi furia con mi cara de “no ves que yo estoy sobrepasado con los requerimientos de la auditoría y vos encima te la pasás pelotudeando con el teléfono”. Pero Laura no es muy buena interpretando el lenguaje de los gestos, y además inmediatamente ocultó mi cara tras la pila gigantesca de facturas que apoyó sobre mi escritorio. Luego siguió sonriendo y repitiendo como loro las mentiras del Ingeniero: “No te preocupes que es sólo por unos días. Igual andalo sacando cuando tengas un tiempito ¿eh? No te quiero jorobar con tu laburo, que también debés tener lo tuyo”, y soltó una de sus risas crispadoras de nervios. Después se dio vuelta y emprendió el regreso a pleno cadereo, como si para ese entonces todavía me estuvieran quedando ganas de mirarle la cola. Pero entonces se detuvo, levantó el índice y giro sobre sí misma: “¡Ah! El Ingeniero me pidió también que te pregunte si ya tenés listo lo de la auditoría; porque como pasado no viene a la oficina, lo quiere ver tranquilo mañana a primera hora.”

Súper Chiquitín

jueves, 11 de octubre de 2007


13. No logo

¿Por qué no tengo mi propia canción? Algo que suene de fondo cada vez que aparezco en escena. Una música vertiginosa, acelerada, pegadiza, con mucho instrumento de viento y mucha percusión. Un hit. Está bien que “Súper Crispín” posiblemente no suene muy musical que digamos, pero hoy en día se escuchan cosas peores en la radio. Y encima tienen éxito.
¿Y logo? ¿Por qué no tengo logo? Siempre el traje liso, sin un mísero accesorio, sin una marca. Necesito que mi nombre se les adose a todos en la cabeza, no puedo seguirme manejando como un improvisado que comenzó ayer. Yo creo que si mi caso lo estudiara un marketinero se espantaría.
Lo que pasa también, es que acá la gente sólo se preocupa por lo suyo. Somos una multitud de individualistas, y sólo nos volvemos solidarios cuando algo nos perjudica en forma directa. Estoy seguro de que si yo el día de mañana rescatara de algún peligro a un diseñador gráfico, o le salvara la vida a un compositor, seguramente tendría mi propia cortina musical y mi propio logo; y tal vez ni siquiera me cobrarían un peso. Pero lamentablemente, pareciera que las únicas personas en esta ciudad que siempre se meten en problemas son las jubiladas, los vendedores de feria, los que visitan el Rosedal de noche, y la señora que vende chipá a cinco cuadras de mi casa. Y a mí el chipá no me gusta.