Y ahora que lo pienso, les conté muchísimos detalles que violan el secreto de sumario que le prometí al comisario mantener recelosamente. Pero yo soy un superhéroe, y no un espía secreto. La confidencialidad será en tal caso el fuerte de Rachel, y ella sabrá mantener la fórmula bien alejada del Sr. Postura mucho mejor que yo.
Pero de todas formas no crean que no sé tomar mis recaudos; porque justo cuando estaba por entregarle la revista, bajé mi vista hacia el escote de Rachel y descubrí que llevaba puesto un rastreador. Parecía tan inofensivo, camuflado como un simple alfiler de gancho, pero yo sé detectar un rastreador apenas lo veo; de la misma forma que sé detectar un buen escote.
No lo dudé, y a pesar de que la escena fuese presenciada por todos los clientes del bar, le arrebaté el alfiler de un manotazo; dejando a la pobre Rachel con las mejillas del mismo color que su blusa, y altamente expuesta a pescarse una neumonía. No habré dado la mejor de las impresiones, pero al menos logré librarla por esta vez del asedio del Sr. Postura.
Sin embargo presiento que nos volveremos a cruzar más adelante.
31. Rastreando un escote
lunes, 25 de febrero de 2008
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30. Los planes del malvado Sr. Postura
lunes, 18 de febrero de 2008
Yo traía conmigo un mensaje encriptado que debía entregar a Rachel, escondido dentro de una revista con Cortázar en la portada. Lamentablemente no puedo darles mayores detalles de la misión; sólo que se trataba de una fórmula química ultrasecreta, que de caer en las manos equivocadas, destruiría por completo a la industria mundial de las zapatillas de lona. Un descubrimiento altamente peligroso, capaz de ensuciar calzados por completo, descoserlos hasta que la suela baile alocada, y dejar las medias totalmente a la intemperie. Un calzado que ya no habría forma alguna de quitárselo, sin importar cuántas burlas ajenas tuviese que soportar el damnificado.
Existía un archivillano que deseaba hacerse de dicha fórmula, para así poder controlar las zapatillas de millares de inocentes. Se hacía llamar Sr. Postura. Y a pesar de la constante amenaza que el acecho de este inescrupuloso malvado implicaba para el portador de la fórmula, Rachel estaba más que dispuesta a llevarse mi revista. No divisaba un solo atisbo de temor en ella, ni se dejaba amedrentar por la situación, manteniendo una calma digna de una inglesa (aunque les repito que era de raíces uruguayas.)
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29. Tomando el té con Rachel
lunes, 11 de febrero de 2008
Cuando llegué la encontré vestida de rojo, con el pelo recogido y una cartera de dimensiones considerables apoyada sobre su regazo. Estaba tomando té con una sutileza francamente envidiable, y no dejaba de sonreír ni siquiera cuando sorbía el líquido que humeaba en la taza. Me acerqué arqueando sólo una ceja, típico gesto de cuando estoy por realizar un importante esfuerzo intelectual:
- Excuse me, Miss. Are you…?
- Indeed – y su sonrisa se ensanchó tanto, que tuve una sensación de dolor en los pómulos -.
- Great!
- Pero no se preocupe que sé hablar perfectamente español. Manejo una infinidad de idiomas, excepto el alemán que reconozco que me está costando bastante.
Si tan sólo el comisario hubiese mencionado este simple detalle idiomático, me habría eximido de pasar semejante papelón. ¿Ustedes no tienen esa impresión de que frente a personas que son de otros países la vergüenza cobra mucha más intensidad?
Colgué mi capa en el respaldo, y me dispuse a entablar algo de conversación superficial antes de abocarme por completo a la misión que teníamos en común. Entonces pude aprender que su nombre era Rachel Thelaugh; que en realidad se trataba sólo de un apodo para no ser descubierta, pero que sus raíces eran uruguayas. Gustaba de la percusión, y además era una de las mejores espías en el mercado, especializada en infiltrarse dentro de fiestas ajenas, y secuestrar panes de salvado.
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28. I don’t speak English
lunes, 4 de febrero de 2008
La pésima pronunciación del comisario, combinada con mi pobre inglés (a fuerza de mirar centenares de películas hollywoodenses), tornaban imposible entender el nombre del que sería mi contacto en esta nueva misión. La interferencia que suele hacer el teléfono rosita sólo empeoraba las cosas.
Francamente parecíamos dos jubilados gritándonos en la plaza, uno hablando de su artritis y el otro contando que se murió la Pocha, pero ambos actuando como si estuviésemos conversando del mismo tema y entendiéndonos a la perfección. Porque digamos que los audífonos que entregan en el PAMI podrán funcionar incluso peor que un oído de ochenta años; pero si existe algo que nunca se oxida en las personas, es el orgullo. Así que probablemente seguiríamos gritando (incluso estando sentados en el mismo banco, uno al lado del otro) durante horas y horas; pero jamás pondríamos un mínimo gesto de frustración. Total, cuando estás jubilado el tiempo te sobra.
Y todas estas elucubraciones jubilatorias (que no tienen nada que ver con los que les quiero contar), me surgen porque cuando no entiendo nada de lo que me dicen por teléfono, mi cabeza vuela más alto y más rápido que mi propia capa.La cuestión es que sólo pude sacar en limpio que mi contacto sería una mujer extranjera, de nombre simpático e impronunciable. La cita era en el bar de un centro comercial, que por suerte me quedaba cerca de la oficina.
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27. Súper Crispín contra el sátiro de la silla
lunes, 28 de enero de 2008
Me enteré entonces de que en el patio de comidas de un famoso shopping de la capital (aún no conseguí auspiciantes para mis aventuras), un grupo de tres bellas damiselas corría serio peligro: las acechaba el sátiro de la silla, un archifamoso rufián que siempre ataca a mujeres que estén reunidas en número impar, y dispuestas a almorzar juntas.
El modus operandi del sátiro en cuestión consiste en acercarse sigilosamente y, sin pronunciar palabra, apropiarse de la silla número par que no está siendo ocupada por ninguna de las víctimas; poniendo así en grave peligro la integridad de los bolsos, carteras con animal print y saquitos de hilo que pudiesen estar reposando en el respaldo de la silla arrebatada. Todo este reprochable accionar acompañado de un gesto de triunfador con las mujeres, que poco combina con las facciones de infradotado y la chomba roja del sátiro; agravado además por el hecho de que es aplaudido y alentado por su grupo de secuaces, que suelen observarlo desde una mesa contigua ante la eventualidad de que tengan que salir a socorrerlo.
Cuando supe que nuevamente se trataba de él no quise escuchar un segundo más de la conversación telefónica, y le corté al comisario sin decirle adiós. Ustedes sabrán que las mujeres son mi gran debilidad; así que salí volando (literalmente) hasta el lugar donde se encontraban las indefensas señoritas. El problema es que mi otra gran debilidad son las empanadas, y cuando llegué al patio de comidas me tenté demasiado; tanto como para arriesgarme a perder tiempo haciendo la cola para poder comprarme tres empanadas de carne.
Para cuando finalmente tuve mi antojo servido en bandeja ya era demasiado tarde: encontré a las señoritas desconsoladas, comiendo sanguchitos en una mesa mientras insultaban intensamente para ir descargando algo de bronca y angustia. El sátiro ya había atacado, y logró escaparse sin inconvenientes. Y como si fuera poco, ahora la mesa tenía una silla menos y no me quedo otra más que comer las tres empanadas de parado.
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26. No me puedo ni bañar tranquilo
lunes, 21 de enero de 2008
Resulta que me estaba acomodando la cofia para meterme en la bañera, cuando justo escuché que estaba sonando el teléfono rosita. Me enrollé rápido con el toallón y salí corriendo a atender; aunque en realidad no entiendo para qué me tapé, si mis papás se habían ido a una cena. Debo reconocer que sufro de un exceso de pudor (y pueden creerme que es así, en especial viniendo de una persona que vive ocultándose detrás de una máscara.)
Me senté en mi cama y atendí con el tubo aprisionado entre el hombro y la oreja derecha, así podía aprovechar que me quedaban las manos libres para ir subiéndome las medias. Si bien no me gusta ponerme ropa limpia sin haberme bañado antes, una vez más el deber me estaba llamando con urgencia (aunque en realidad el que me estaba llamando era el comisario.) Me enteré entonces de que en el patio de comidas de un famoso shopping de la capital (que no puedo nombrar porque aún no conseguí auspiciantes para mis aventuras), un grupo de tres bellas damiselas corría serio peligro: las acechaba el sátiro de la silla, un archifamoso rufián que siempre ataca a mujeres que estén reunidas en número impar, y dispuestas a almorzar juntas.
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25. Límite máximo de tolerancia
lunes, 14 de enero de 2008
Pero yo ni siquiera cuento con el súper secador de peluquería con el que me aplasta provisoriamente todos los mechones de pelo, que seguramente van a saltar descontrolados apenas salga del local y camine dos cuadras.
Porque hasta los seis centímetros como máximo, el pelo sigue conservando el peso suficiente como para no intentar rebelarse a la gravedad. Pero menos de seis de largo ya le otorga una ligereza juguetona al cabello, dócil ante la más mínima brisa; incluso hasta la quietud misma. Además no perdamos de vista que menos de seis no califica como "cortame las puntas y emparejame un poco nada más". "¿Y no querés que te lo corte en capas y le haga todo un desmechadito?" "¿Y vos no querés que te asfixie con mi capa y deje tu cadáver todo desmechado en un zanjón, pelotudo?" Pero cómo le voy a contestar una cosa así a Oscar que es un divino, y siempre me atiende de diez. Después de todo él no tiene la culpa de no comprenderme, porque no nació con un remolino a cada lado y no sabe lo que es convivir para siempre con ellos. Para siempre, o hasta que me quede pelado; circunstancia que a juzgar por la calva de Súper Papá de Crispín, resulta altamente probable que me suceda.
Ahora digo yo, si hoy en día se inventan cada pelotudeces, cómo es posible que a nadie se le haya ocurrido todavía inventar una tijera especialmente diseñada para cortar remolinos. ¿Es acaso algo tan imposible de crear? ¿Aparte cómo hago para que el sombrero no se me vuele mientras ando por las nubes?
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