Me enteré entonces de que en el patio de comidas de un famoso shopping de la capital (aún no conseguí auspiciantes para mis aventuras), un grupo de tres bellas damiselas corría serio peligro: las acechaba el sátiro de la silla, un archifamoso rufián que siempre ataca a mujeres que estén reunidas en número impar, y dispuestas a almorzar juntas.
El modus operandi del sátiro en cuestión consiste en acercarse sigilosamente y, sin pronunciar palabra, apropiarse de la silla número par que no está siendo ocupada por ninguna de las víctimas; poniendo así en grave peligro la integridad de los bolsos, carteras con animal print y saquitos de hilo que pudiesen estar reposando en el respaldo de la silla arrebatada. Todo este reprochable accionar acompañado de un gesto de triunfador con las mujeres, que poco combina con las facciones de infradotado y la chomba roja del sátiro; agravado además por el hecho de que es aplaudido y alentado por su grupo de secuaces, que suelen observarlo desde una mesa contigua ante la eventualidad de que tengan que salir a socorrerlo.
Cuando supe que nuevamente se trataba de él no quise escuchar un segundo más de la conversación telefónica, y le corté al comisario sin decirle adiós. Ustedes sabrán que las mujeres son mi gran debilidad; así que salí volando (literalmente) hasta el lugar donde se encontraban las indefensas señoritas. El problema es que mi otra gran debilidad son las empanadas, y cuando llegué al patio de comidas me tenté demasiado; tanto como para arriesgarme a perder tiempo haciendo la cola para poder comprarme tres empanadas de carne.
Para cuando finalmente tuve mi antojo servido en bandeja ya era demasiado tarde: encontré a las señoritas desconsoladas, comiendo sanguchitos en una mesa mientras insultaban intensamente para ir descargando algo de bronca y angustia. El sátiro ya había atacado, y logró escaparse sin inconvenientes. Y como si fuera poco, ahora la mesa tenía una silla menos y no me quedo otra más que comer las tres empanadas de parado.
27. Súper Crispín contra el sátiro de la silla
lunes, 28 de enero de 2008
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26. No me puedo ni bañar tranquilo
lunes, 21 de enero de 2008
Resulta que me estaba acomodando la cofia para meterme en la bañera, cuando justo escuché que estaba sonando el teléfono rosita. Me enrollé rápido con el toallón y salí corriendo a atender; aunque en realidad no entiendo para qué me tapé, si mis papás se habían ido a una cena. Debo reconocer que sufro de un exceso de pudor (y pueden creerme que es así, en especial viniendo de una persona que vive ocultándose detrás de una máscara.)
Me senté en mi cama y atendí con el tubo aprisionado entre el hombro y la oreja derecha, así podía aprovechar que me quedaban las manos libres para ir subiéndome las medias. Si bien no me gusta ponerme ropa limpia sin haberme bañado antes, una vez más el deber me estaba llamando con urgencia (aunque en realidad el que me estaba llamando era el comisario.) Me enteré entonces de que en el patio de comidas de un famoso shopping de la capital (que no puedo nombrar porque aún no conseguí auspiciantes para mis aventuras), un grupo de tres bellas damiselas corría serio peligro: las acechaba el sátiro de la silla, un archifamoso rufián que siempre ataca a mujeres que estén reunidas en número impar, y dispuestas a almorzar juntas.
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25. Límite máximo de tolerancia
lunes, 14 de enero de 2008
Pero yo ni siquiera cuento con el súper secador de peluquería con el que me aplasta provisoriamente todos los mechones de pelo, que seguramente van a saltar descontrolados apenas salga del local y camine dos cuadras.
Porque hasta los seis centímetros como máximo, el pelo sigue conservando el peso suficiente como para no intentar rebelarse a la gravedad. Pero menos de seis de largo ya le otorga una ligereza juguetona al cabello, dócil ante la más mínima brisa; incluso hasta la quietud misma. Además no perdamos de vista que menos de seis no califica como "cortame las puntas y emparejame un poco nada más". "¿Y no querés que te lo corte en capas y le haga todo un desmechadito?" "¿Y vos no querés que te asfixie con mi capa y deje tu cadáver todo desmechado en un zanjón, pelotudo?" Pero cómo le voy a contestar una cosa así a Oscar que es un divino, y siempre me atiende de diez. Después de todo él no tiene la culpa de no comprenderme, porque no nació con un remolino a cada lado y no sabe lo que es convivir para siempre con ellos. Para siempre, o hasta que me quede pelado; circunstancia que a juzgar por la calva de Súper Papá de Crispín, resulta altamente probable que me suceda.
Ahora digo yo, si hoy en día se inventan cada pelotudeces, cómo es posible que a nadie se le haya ocurrido todavía inventar una tijera especialmente diseñada para cortar remolinos. ¿Es acaso algo tan imposible de crear? ¿Aparte cómo hago para que el sombrero no se me vuele mientras ando por las nubes?
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24. Arremolinado
miércoles, 9 de enero de 2008
Ya que tengo capa y antifaz, no veo por qué no podría tener también un sombrero. Eso solucionaría infinidad de problemas, que a su vez pueden sintetizarse en sólo dos: remolino izquierdo y remolino derecho; ambos en la zona trasera de la nuca y claramente visibles. Porque incluso el gel ultrafijador probablemente no fue diseñado teniendo en mente que algunas personas puedan llegar a volar al aire libre con regularidad. Si ya cualquier cabello se descontrola totalmente al caminar por la plaza en una tarde ventosa de otoño, imagínense si continuamente tuviesen que volar a varios metros de altura, atravesando la atmósfera a una velocidad considerable. ¿Ustedes creen que volverían a tierra con cada pelo en su lugar? ¿De qué sirve presenciar tres horas de la ya clásica pelea yema del dedo índice versus remolino rebelde?
¿Y el típico tijeretazo de más? Porque el remolino tiene su límite de tolerancia, un límite muchas veces desconocido por el peluquero, y que jamás debe ser violado o las consecuencias serán desastrosas. Desastrosas para el pobre cliente, claro está, que indefenso se entrega a las manos del profesional. Consecuencias que luego no pueden ser reparadas con el clásico comentario indulgente posterior de "bueno, esto lo peinás con gel". Es que mi peluquero no tiene pinta de haber volado más que en avión; y capaz que el gel ultrafijador a él sí le sirve, y por eso puede hacerse el temerario con la tijera e ir asesinando remolinos a diestra y siniestra. Pero yo ni siquiera cuento con el súper secador de peluquería con el que me aplasta provisoriamente todos los mechones de pelo, que seguramente van a saltar descontrolados apenas salga del local y camine dos cuadras.
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23. Súper chicato
martes, 1 de enero de 2008
Será que el antifaz te achina los ojos a la fuerza, pero cada vez me cuesta discernir más si el que está doblando por la esquina es el ciento uno cartel rojo, un micro escolar, el batimóvil, o un ovni que viene a secuestrarme. O tal vez será la maldita computadora que me esclaviza (mínimo) nueve horas por día, la que me va dejando ciego sin que me de cuenta. Incluso me pregunto si el protector de pantalla no se denominará así justamente porque a la que protege es a la pantalla en lugar de al usuario. Sospecho que debe estar salvaguardando al monitor de mi habitual mirada de odio, en lugar de evitar que se me siga jodiendo la vista. Al fin y al cabo que yo siempre me sentaba atrás de todo en el aula para no tener que prestar atención, y jamás tuve que entrecerrar los ojos para poder copiar las ecuaciones que la profe de matemáticas escribía con letra de hormiga. En cambio ahora no tengo muchos años más a cuestas, y sin embargo el colectivo acaba de seguir derecho por Caseros cuando tendría que haber doblado en la esquina anterior. Y si bien podría consolarme ante la certeza de que al menos me subí a un ciento uno, no veo de qué me sirve cuando el del cartel blanco no me deja.
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